Wednesday 9 April 2008

Otra página del diario de Graham Jones

24 de julio

Yo no creo, como Nietzsche, que las relaciones entre los sexos se fundamenten en un odio recóndito y visceral entre los mismos, ni que el “amor” sea esencialmente, en sus métodos, una guerra, con sus batallas, sus victorias, sus condiciones impuestas al vencido, sus treguas. Pero qué duda cabe de que, al menos para la mayoría de la gente, es un juego en el que cada uno conquista o agarra o aferra o cultiva o idealiza lo que puede y lo que le convenga, en función de sus circunstancias. Un juego de equilibrios más o menos inestables, de malentendidos, de brumosos ideales; con pocas reglas fijas, o en el que a menudo hay que inventarse las reglas sobre la marcha. Eso sí, siempre o casi siempre uno tiene que pagar un precio por lo que consigue, y a cada uno le corresponde saber si puede o debe o está dispuesto a pagarlo. ¡Allá tú! ¡Apáñatelas como puedas! Decide lo que te convenga.

Nadie ha inventado el instinto sexual, las necesidades y complejidades psicológicas, la atracción
ardiente por la belleza, como creo que dice Roberto Arlt…pero todo el mundo tiene que vérselas con esas cosas: buscar sus equilibrios, resolver o construir los malentendidos, perseguir sus brumosos ideales. En todo caso, para mí no tiene sentido mentirse a sí mismo. Más vale ser fiel al instinto que a un ideal brumoso, a unas reglas impuestas desde fuera, contaminadas por la ideología, por el miedo a la desaprobación social o a la soledad. ¿Qué culpa tengo yo de que me guste más de una mujer, de que pueda amar a varias…o a muchas? Harían falta mil vidas para casarse con mil mujeres y vivir cien años con cada una de ellas[1].

¡Tonterías! Si vivieras mil vidas, serías infiel en todas ellas y dirías que te hacen falta cien mil.

Pero en una, aunque sólo fuera en una de las cien mil, tal vez viviría ese amor altruista, desinteresado, leal, que Fromm preconiza y del que Nietzsche se ríe a carcajadas.

[…]

Madrid, 26 de agosto

De pronto mi rostro cobra la expresión de su rostro. Mi mirada es su mirada. Su boca es mi boca. Ella vive en mí.
Soy ella. Hay un nivel en que todo se confunde. Ante el amor, ante la muerte, ante nuestra verdad más profunda, buscamos convertirnos en el otro, negamos la individualidad.

Se trata, tal vez, como afirmaría Schopenhauer, de una estrategia para sobrevivir: afirmación de la voluntad, de la vida, de lo que hay en nosotros de común, de compartido. Negación del yo, intento de asimilar, de ser el otro. Regreso a la totalidad, a la fuente primordial, única, de la existencia.

Según bajamos hacia el ojo del Maelstrom.

Escribo esta líneas en un cuaderno nuevo. No quiero ya utilizar el que tuvieron en sus manos Oliveira y Sancho Panza, el que sobaron en busca de indicios, con su mirada obscena, sin duda lamiéndose los dedos para pasar las páginas.

[1] Hay añadida aquí, en el margen, una anotación posterior, un tanto enigmática: Es lo que ocurre en realidad. No miles, sino millones. ¿Importa realmente que seas tú y no otro? ¿Qué es “tú”? ¿Qué es “otro”? N.d.R.