16 de mayo de 198...
El taxi, un viejo Seat ruidoso y destartalado, corre veloz por una calle que tiene algo de Londres, pero que más bien parece estar en Madrid. Es el atardecer. Por la ventanilla veo pasar las fachadas de las casas – grises, pardas, tristes – casas de principios de siglo, de varios pisos, desgastadas por la intemperie: ventanas sombrías, balcones de hierro forjado, cornisas y tejados que se destacan contra un cielo invernal de un gris apenas más claro; la copa de algún que otro árbol de ramas despojadas, negras.
No hay transeúntes. No veo tiendas ni escaparates ni anuncios.
No sé adónde voy pero sé que tengo prisa. Tengo que llegar a tiempo, tengo que llegar rápido, porque se trata de algo importante.
El taxista también debe de saber que el tiempo apremia, porque conduce a toda velocidad. Desde donde estoy sentado, no logro ver su rostro, ni siquiera de perfil, y ello me preocupa. Intentando adivinar su aspecto, busco sus ojos reflejados en el espejo retrovisor, me fijo en el pelo canoso y las orejas salientes, que asoman debajo de la gorra, una vieja gorra de chófer, como solían llevar antaño los taxistas… Si lograra ver su cara, tal vez recordaría cuándo me subí a ese taxi, quién me está esperando con impaciencia o qué tengo que hacer sin demora. No lo sé, pero todas mis ansias están en recuperar el retraso, en llegar a tiempo. O, mejor dicho, me doy cuenta de que debería hacer todo lo posible por llegar a tiempo. Y sé que, para conseguirlo, tengo que sobreponerme a la inercia, a la melancolía, a la terrible sensación de inutilidad, de impotencia, que de pronto me produce la vista de esa calle al atardecer.
Sin embargo esa sensación no dura. De alguna manera la angustia, la inercia, se disipan, dan paso a un sentimiento de expectativa, de ir hacia algo hermoso, de poder colmar un deseo.
De pronto el coche se detiene y el taxista se da la vuelta. Es un hombre viejo, arrugado, pero de aspecto simpático, paternal. “Es aquí”, me dice. “Dése prisa.” Al oír esas palabras, vuelvo a sentir inquietud. Mirando fuera, veo una casa de dos pisos, más bien un chalet, rodeado de un pequeño jardín.
Pero mi desconcierto sólo dura un instante. Pago el taxi con todo lo que llevo en el bolsillo (enormes puñados de calderilla que vacío atropelladamente en las manos del viejo) y, bajándome del coche, corro hacia la casa. Corro atravesando el jardín y ahora sé por qué tengo prisa: voy a ver a Pilar Henares, es ella quien me espera, y siento una gran alegría.
La puerta está entreabierta. En el interior hay multitud de gente: antiguos conocidos, compañeros de colegio, amigos de la infancia. No han envejecido, tienen el mismo aspecto que hace quince o veinte años, pero hay en sus gestos, en su comportamiento, una madurez, una amabilidad, un aplomo insólitos.
Me miran amistosamente, me sonríen; varios de ellos me saludan como si hubieran estado esperándome, pero con naturalidad, sin dar demasiada importancia a mi llegada.
Siento ganas de hablar con mis amigos, de detenerme a charlar y reírme un rato con ellos, pero lo más importante, lo inaplazable, es ver a Pilar.
Me abro paso entre la gente y pregunto varias veces en voz alta: “¿Está Pilar? ¿Habéis visto a Pilar Henares?” No tengo ningún reparo en mostrar mis ganas de verla. Mi voz suena firme, me siento seguro de mí mismo: nadie puede poner en duda mi derecho a ver a Pilar, a preguntar por ella. Y, en efecto, nadie parece sorprenderse. Más bien lo contrario: por todas partes veo miradas acogedoras, sonrisas llenas de simpatía. Según avanzo entre la muchedumbre, me dan palmaditas en la espalda, oigo palabras de felicitación. Es como si todos supieran que he venido a buscar a Pilar, a unirme con ella, y a todos les pareciera lo más natural del mundo. Es casi como una boda.
Carlos, mi antiguo compañero de banco, me rodea los hombros con el brazo y me dice: “Sí, te está esperando. Es por allí” y me indica otra habitación que hay al fondo.
Entro en la habitación y de pronto Pilar está ante mí. Sus manos buscan las mías, su mirada, serena, llena de confianza, me acaricia.
Durante un largo instante, veo de nuevo su rostro, como un paisaje o un cielo hermoso, como el más hermoso de todos los paisajes y todos los cielos: sus ojos castaños, su sonrisa.
Soy consciente de que, a nuestro alrededor, la gente también sonríe, como compartiendo nuestra felicidad, sin envidia, sin afectación, con auténtica benevolencia.
Extiendo mi mano hacia su rostro, hacia la piel tersa de sus mejillas, sus pómulos sonrosados de niña, la alegría de su sonrisa.
Pilar está a punto de hablar, de decirme algo que tengo ansias de oír, que necesito escuchar más que cualquier otra palabra…algo más melodioso que cualquier música. Pero antes de que pueda decir nada, su imagen, sus labios ya entreabiertos, se desvanecen. Y me despierto.
¿Cuántos hombres habrán soñado algo parecido? Miles, sin duda, millones. Leopardi, para empezar, y Milton...
Millones de sueños que en el fondo son un mismo sueño, el de la persona amada que vuelve, que está al alcance de la mano, que nos habla o – peor aún, como en mi caso – que está a punto de hablar…
La persona amada que desaparece cuando nos despertamos.
Lo raro es que llevaba años sin pensar en ella.
© Copyright Allan Riger-Brown